El viento helado agita su gabardina. Beige sobre
blanco, destacando como una señal luminosa, pero en el páramo desierto en el
que se encuentra nadie puede percibirlo. En su mano apretada, el Diamante que
la Espada le dio, frío como el hielo, como el aire que agita su abrigo y
revuelve sus cabellos.
No está aquí.
Suspira el hijo fiel mientras se gira para proseguir
su búsqueda; sus ojos revelan la esperanza y el temor en una danza continua de
brillos y destellos intercalados por pozos de la oscuridad más profunda.
¿Dónde está?
Beige sobre verde. Calor, un calor húmedo y terrible,
que cala hasta los huesos y entorpece sus movimientos. La esperanza resurge con
fuerza durante unos instantes mientras alza el Diamante, la Joya de la Espada,
el Tesoro de la Abominación. La Piedra reposa fría en su mano, inamovible,
inconsciente de que su pasividad hiere profundamente a su portador.
Tampoco aquí.
Beige sobre azul. Brisa, olor a sal. Otro viaje en
vano.
Brisa, calor, frío. Lluvia, niebla.
Tormentas, cielos despejados.
Ni en la fría mañana, ni en la tarde calurosa, ni en
la noche heladora; ni en la sombra de la noche, ni en el brillo del sol; ni en
el destello del relámpago.
No está en los vientos que aúllan, ni en la brisa
suave que acaricia; tampoco en la lluvia que inunda y que destruye, ni en el
suave rocío que refresca y regenera.
Padre ausente y displicente, sordo a llamadas y
súplicas, tu hijo fiel no abandona la esperanza mientras lucha contra los
elementos, contra la desesperanza y el cansancio.
Hijo fiel que lucha, que continúa y que no abandona,
a pesar de que sus ojos claros se alzan llenos de pesar en el recuerdo de
tiempos pasados, más brillantes y más felices. Hijo fiel que pelea, que ama y
que no se rinde, mientras en el fondo de su ser añora; sus labios se separan
–dañados, rotos, salados- y dejan escapar un murmurllo:
-Padre ausente, ¿dónde estás?